Descripción:
Antes no me gustaban las curvas de las pistas de montaña; me parecían rodeos innecesarios para alcanzar la cima. Los atajos exigen un esfuerzo suplementario por sus pendientes pronunciadas, pero me valían la pena; a veces conducen a una espesura infranqueable o descienden abruptamente para desembocar en el punto de partida: un buen aprendizaje para la impaciencia. Con los años he aprendido a disfrutar de los ascensos pausados, que permiten absorber el paisaje, los sonidos y los olores lentamente. Y a gozar igualmente de cada paso del descenso, sin tener que resbalar ni castigar las rodillas corriendo monte abajo entre espinos y pedregales, cual cabra loca hacia el abrevadero.
La mayoría de las religiones y tradiciones espirituales han reverenciado las montañas como símbolos sagrados. Sus cumbres han sido las metas simbólicas para ser alcanzadas por las almas. O para recibir revelaciones, como Moisés y sus Tablas de la Ley; o moradas de los dioses como el Olimpo en Grecia o el Kailash en la India, residencia de Shiva. Las cimas están más cerca del cielo, pero más lejos de la vida, pues hay carencia de oxígeno y temperaturas gélidas. Los fértiles valles cálidos y húmedos están abajo. Como los cuerpos denostados por todas las tradiciones religiosas de origen patriarcal. Tal vez por ello, en todas las culturas apreciamos más el ascenso que el descenso. El crecimiento sobre el decrecimiento. El cielo que la tierra. Los pensamientos de la mente en lo alto de la cabeza que las sensaciones en las partes bajas del cuerpo. ¡Cuánta cabeza caliente con pies fríos!
Y “uno mismo” no es espíritu sin cuerpo, sueño de vuelo cual globo sin raíces ni lastre. Uno mismo es altura y bajura, dimensión vertical y horizontal, reflejo de la belleza universal y barro, expansión y contracción, flecha que alza el vuelo y cae por la fuerza de la gravedad. Uno mismo está compuesto de máscaras y capas de cebolla, sentimientos y anhelos... siempre construyendo pasado. Desde que decimos “yo”, narramos recuerdos, contamos planes, repetimos hábitos y rutinas. Y..., sin embargo, somos trozos de eternidad sin medida... Pero nos hemos perdido en los rodeos, como muchos turistas que viajan alrededor del mundo, sin darse cuenta de que viajan alrededor de sus egos, con pesado equipaje repleto de pedazos de su zona de confort y con las miopes gafas, que les hace comparar cada cosa nueva que ven con la patria chica que dejaron momentáneamente detrás..., aunque en realidad la llevan encima.
Esta vez me gustaría escribir para, ateos, agnósticos e incrédulos. Porque escribo para mí mismo, ateo de dioses con barba que premian a buenos y castigan a malos; agnóstico, por cuanto compruebo que cualquier demostración genera un anti discurso que la desmonta y me cansé de ser un predicador laico del optimismo, clamando en un desierto de fatalismo y falsa comodidad; incrédulo, porque no creo en píldoras mágicas, recetas para la felicidad, dietas y remedios universales, ni en las salvíficas técnicas del gran mercado “espiritual” de la autoayuda.
¡Claro que uno debe ayudarse a sí mismo!, pero a veces necesitamos un guía de montaña en periodos escarpados de nuestra vida, un acompañante en momentos de soledad cuando l@s amantes o l@s amigos nos abandonan o no nos entienden, a un profesional que haya experimentado consigo mismo algunas claves que funcionan. Llegan a mi consulta algunas personas que se han “auto ayudado” durante lustros, e incluso décadas, pero que no han conseguido salir por sí mismas del laberinto en el que se perdieron. No veían la salida por tanto mirar al mismo punto o porque les ha dado miedo lo que pueden encontrar al otro lado del laberinto, que han recorrido en círculos queriendo salir, pero solo a medias.
Pedir ayuda puntual en un momento determinado de la vida puede ser un atajo. Un atajo para no seguir malgastando el tiempo breve que nos ha sido otorgado: para no continuar dando vueltas y vueltas alrededor de las mismas carencias, de los mismos bloqueos, de los obstáculos que nos ponemos continuamente para no saltar a otra dimensión, para no atravesar el túnel oscuro que oculta su luz y nuevos horizontes cuando se llega al final. Un atajo supone a veces subir una larga escalinata sin ver qué hay al final, o de arriesgarnos a bajarla sin saber que nos espera cuando estamos más cerca del núcleo de la tierra.
Un político francés escribió hace tiempo que el arte de la política consistía en entender no a los que se expresan, sino a los que callan, no a los que le votaban, sino a los que no votaban nunca a nadie. Cuando lo leí, caí en la cuenta que siempre había escrito para convencidos y nunca para quien ni siquiera lee, ha acudido jamás a un terapeuta ni a un taller de desarrollo personal, que son una inmensa mayoría de la población. Y tuve que salir a las calles a hablar con los albañiles cuando bajan del andamio, los tenderos del barrio cuando no tienen cola y los barrenderos antes de que empiecen a caer las hojas de otoño, los jubilados en los parques que además de sol quieren compañía y conversación, las personas solitarias que pasean perros, porque son más amigos de sus mascotas que de los humanos...
Y este ha sido uno de los atajos hacia mí mismo, que en realidad no es sino un “mí mismo” en relación con otros “sí mismos”. Para muchas personas relacionarse es un atajo difícil, porque se aislaron hace mucho tiempo. Pero somos seres en relación, en relación visual y de contacto de piel a piel y no solo virtuales de correos electrónicos, whatsapps, facebook, tweets, y conversaciones por móvil, para paliar nuestra soledad.
Otro atajo es la respiración. La llevamos encima y nos olvidamos de respirar a pleno pulmón. La cortamos y entrecortamos en el diafragma. Perdemos la noción del inspirar y el expirar... conscientemente. Un hilo conductor de la atención plena que la moda llama “mindfulness”. Tomamos la engañosa autopista del futuro en la cabeza para planificar o retrocedemos al pasado para añorar, perdiendo el presente que se escapa día a día como arena entre los dedos. El tan repetido “aquí y ahora” no es un lugar ni un instante efímero que ya es pasado. Al escribir la palabra “ahora” ya quedó sumergida en la estela del pasado. AQUÍ Y AHORA es una “magnitud inconmensurable de la eternidad” (el maestro Zen Miguel Mochales dixit). Y la eternidad es más que inmortalidad, pues no está inscrita en el tiempo de principio y fin, nacimiento y muerte.
Y esta magnitud inconmensurable que es la misma vida, un corto trayecto de eternidad, solo puede vivirse desde el cuerpo consciente, desde cada músculo y cada célula unificados en un solo latido. Y la práctica-entrenamiento lo hace posible. Y no es lo mismo HACER LO POSIBLE, que HACERLO POSIBLE. La diferencia: eliminar el click, el espacio en blanco entre “hacer” y “lo”. ¿Cómo se hace? Dando el salto desde la cumbre al abismo de lo nuevo desconocido de cada instante por venir. Con o sin paracaídas; con o sin parapente. Lo mejor: dando elegantemente el salto del ángel con los brazos en cruz como los saltadores profesionales de trampolín. Abajo siempre hay agua esperando para amortiguar la caída, o nubes para acogernos en su algodón o simplemente la velocidad vertiginosa de la caída multiplicándose hasta detenerse en el aire, porque ya no hay fuerza de gravedad, sino solo infinito espacio de luz detenida.
Este es el mejor atajo hacia uno mismo, el más rápido y al que más resistencias oponemos. A veces el salto necesita una ayuda terapéutica, sanadora, que no reconstruya la forma de ver la propia biografía –felicidad limitada en espacio, tiempo e intensidad-, sino una nueva forma de mirar el mundo, para vivir enamorado cada día. En-amorado, viviendo dentro del amor, en un espacio de amor continuo, en el que los conflictos no son sino pequeñas interrupciones para re-aprender a amar, cuando hemos olvidado nuestro amoroso estado natural. En este estado somos inmensamente libres. Libres amando lo que somos y lo que hacemos. Amando a quienes están alrededor y nuestro entorno. Desde esa libertad podemos rebelarnos y no aceptar la realidad chata de papel que denuncia Macaco en su canción “Hijos de un mismo Dios”
“Y nos piden convivir, sin perder la cordura,
dar la mano con soltura a los tipos de interés,
aceptar su economía como animal de compañía,
correr con ataduras sobre su mundo de papel”.
Alfonso Colodrón
Terapeuta Gestáltico
Consultor Transpersonal